LA PIECITA DEL FONDO

La piecita del fondo de la casa de inquilinato, tuvo muchos ocupantes, de distintos oficios, siempre asalariados. Doña Paula heredó de su padre la vieja casona y el oficio de administradora rigurosa. Cristina quedó como testimonio de su felicidad corta, de su viudez prematura. Precisamente, el finado había sido uno de los ocupantes de la piecita, hasta trasladarse al tiempo a la habitación principal de la casa.
Los veinte años de Cristina centrifugaron caras e historias. Tuvo niñez y adolescencia solitaria, pese a que las diez habitaciones de la pensión estaban generalmente ocupadas.
La del fondo, desde que se mudó una maestra hacía ya dos meses, estaba desocupada.
Una mañana al regresar de las compras, Cristina encontró a su madre mostrándole la habitación a alguien. Por la puerta abierta de la misma, la escuchó describir las comodidades. El acuerdo le llegó de una voz masculina muy suave y joven.
El nuevo inquilino, en nada se parecía a los comunes de la pensión de Saavedra. Su traje negro prolijo, denotaba infinidad de posturas, y contrastaba con la palidez de su rostro huesudo. Impactaba el par de ojos negros, embutidos en profundas cuencas. La negra melena ondulada se veía algo descuidada y cayó a su frente, cuando el joven se inclinó a tomar la valija liviana para instalarse.
Fue al mostrar doña Paula el baño y la cocina, que las miradas de los jóvenes se cruzaron. Empeñada en mostrar las bondades del servicio, la mujer no advirtió que antiguos duendes danzaban en el patio.
Aquella tarde de mayo, cambió la casona. Por fin algo novedoso flotaba en el ambiente, si bien doña Paula parecía ignorarlo. Las miradas y sonrisas cómplices del resto de los pensionistas, implicaban a Cristina con la piecita del fondo.
Ciertas veces, estando ella en el patio, miró sobresaltada la ventanita sintiéndose observada detrás de las cortinas. Disfrutaba y la lastimaban esas burbujas extrañas que sentía en el pecho desde que él llegó. De donde habían salido esos proyectos elaborados entre insomnios. Por meses, las burbujas aumentaban cuando él salía silenciosamente, para retornar de madrugada.
En novelas había leído de amores ensangrentados, de pasiones crueles. Algunas enseñaban a muchachas a provocar situaciones de encuentro, a forzar límites. Pero allí estaba la piecita cerrada por horas, y cada vez le dolía más el simple hola de encuentros fugaces, en el patio. Un año de burbujas y duendes; de sospechas de ser observada; de sonrisas y miradas cómplices e inútiles.

Una noche de lunes, del mayo siguiente, el muchacho salió de la casona. Fue la última vez que supieron de él. A las once de la noche sus pasos habían resonado algo vacilantes en el patio. Jamás regresó, ni se tuvieron noticias. A los treinta días doña Paula y Cristina entraron a la piecita. Todo estaba en orden: la cama prolija, una toalla en el respaldo de la única silla, unas pocas prendas en el roperito barnizado. Faltaba el traje. Sobre la mesa, cantidad de manuscritos, de los que Cristina rescató el que cubría la pila.

Doña Paula juntó y guardó en la valija las cosas del muchacho. Cristina suele releer el poema llorando:

“Entre caras de cemento, la flor.
Andamios y motores duelen a su aliento,
prueban sus horas.
Perforado mi tiempo, a un palmo de mi boca
huelo alfalfa.
Sé que espera derrotar las soledades.
Quizás pudiese”.


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2 comentarios:

Gladys A. dijo...

Hermoso relato Tano !! triste evento, quizá culpa del modelo mental "soporta y abstente".

Anónimo dijo...

Si un día al pasar, ella le hubiese dicho "te amo" ¿no, Gladys?